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Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 14 de septiembre de 2017.

El amiguito británico que venía a mi lado, viendo por la ventana del avión que aterrizaba, le tocó al hombro a su compatriota en el asiento de adelante. “We are definitely not in Yorkshire anymore!”. Su tono cargado de emoción me dio ternura. El avión estaba lleno de británicos sacándole el jugo a lo último del verano, entre ellos uno sonriente que usaba un sombrero mexicano, lo cual también me dio ternura y me hizo poner los ojos en blanco. Le respondí al amiguito a mi lado, “not anymore, vieja, bienvenido a Latinoamérica”. Me nació decirlo por lo familiar que me resultó el paisaje, como cuando uno ve distintas películas de un mismo director y reconoce su estética particular. La verdad fue que aterrizamos en España. Por eso puse los ojos en blanco cuando vi el sombrero mexicano.

Era mi apreciación que ya tenía suficiente exposición a ese umbrella term que es España. Mi primer contacto significativo, muy cercano a mi corazón, fue el Gran Juego de la Oca. Luego la Compañía de Jesús, y más adelante profesores españoles que llegaban a enseñar a las universidades por las que yo pasé. Mencionaría a Cristóbal Colón y la desafortunada malinterpretación de que descubrió América, pero prefiero destacar a Ska-P, porque si bien el ska está fuera de mi menú musical, su posición frente una serie de temas sociales (y animales) era una caricia a mi alma. No obstante, nunca se termina de aprender sobre otras culturas, y una razón en particular me llevó a Barcelona.

Por mucho que estuviera consciente de la burbuja lingüística en la que vivo en Inglaterra, ver rótulos en español y catalán fue como respirar un aire distinto. Una cosa es la consciencia, otra la visceralidad, y esa visceralidad me pegó bonito. El sonriente agente de migración me dijo “buenas tardes” (me sonó tan musical) y me selló el pasaporte con apenas una mirada rápida, entretenido como estaba conversando con el colega de la otra ventanilla. El paisaje que veía desde el tren que tomé a la ciudad me seguía pareciendo familiar. Cuando toqué la puerta del lugar donde iba a alojarme, recordé que eran dos besos en la mejilla y no uno, y me lancé al saludo con efusividad. Extrañaba esta clase de contacto, extrañaba tener una señal tangible de apertura y cierre de una interacción social.

Lo primero que hice al salir a la calle, después de instalarme en la habitación que me prestaron, fue entrar a un restaurante mexicano. Hace mucho tiempo que no como frijoles; no British beans, no porotos, quiero decir frijoles jalvadoreños, y esto era lo más cercano que iba a encontrar. A veces encuentro frijoles refritos en lata en la Students’ Union, o bolsas de frijoles en un puesto jamaiquino en el Moor market, pero no con suficiente frecuencia, de modo que la reactancia identitaria-gastronómica me asaltó en esa calle en Barcelona (soy salvadoreña, no mexicana, pero ya quedó claro que estoy hablando de frijoles molidos y no de naciones). Fue irreal decir “gracias” en voz alta cuando me iba del restaurante; me sentía fuera de lugar hablando español en público. Mi acento ahora, especialmente al hablar inglés, es una tristísima mescolanza que suena a que yo no pertenezco a ningún lado –lo cual, parece, es cierto–, pero tal es la fuerza de la costumbre. Casi se me sale un thank you en lugar de un gracias.

Como paréntesis, además, la razón por la cual estaba en Barcelona era eminentemente británica: fui a la exhibición David Bowie is, porque este ha sido mi año de peregrinaciones en pos de semi-deidades con quienes sostengo tórridas relaciones parasociales. Cuando uno quiere recordar que es una insignificante partícula de polvo en este universo, o levanta la vista al cielo o revisa todo lo que hizo David Bowie. Después de tres sobrecogedoras horas en la exhibición, fui por tapas. Fin del paréntesis.

Aprecio el concepto de tapas. Lo que no aprecié tanto fue que me invitaran a experimentar ese concepto a las 9:30 pm. Estaba al tanto de la vibrante vida nocturna de la ciudad, lo cual me parece maravilloso y algo de lo que me hubiera encantado participar, pero yo ya no estoy para esos trotes. Yo nací no estando para esos trotes. Agréguese que llevaba despierta desde las 4 am, cuando desperté en mi cama en South Yorkshire, y se entenderá lo reconfortante que me resultó entrar a la estación del metro para dirigirme a la cama que me prestaron en Barcelona. El metro me recordó mucho a Santiago de Chile, al menos porque fue en esa ciudad donde aprendí a ser usuaria del metro.

Dura más una emisión del Juego de la Oca que lo que duró mi viaje a Barcelona, pero alcancé a ver museos, castillos, y el mar. El clima era hermoso para ser turista peatón. Por tramos, Barcelona me recordaba a mi ciudad natal, o como sería si no la plagara la violencia, la corrupción, la indolencia oficial y civil, la exasperante ausencia de un mínimo criterio estético, y lo que uno de mis hermanos llama la arquitectura de la inseguridad.

Sabía más cosas sobre este país fuera de lo que listé en el segundo párrafo de esta columna, y experimenté dos en particular. Primero, en un restaurante, tuve que sentarme frente a alguien, de otra ciudad de España, que despotricaba porque el menú que le dieron estaba en catalán. “Vieja, estás en Cataluña”, me mordí la lengua. Lo suyo no era la expresión de un inconveniente como lo era para mí, que tampoco sé hablar catalán. Lo suyo fue un insulto haciéndolo pasar por chiste con una sonrisa hostil. Segundo, el día anterior a eso se me habían puesto los pelos de punta cuando tuve a mi alcance un trozo de cartulina que se colocaba como máscara. La “máscara” era la caricaturización de una persona afrodescendiente, el trazo más colonialista posible, un inquietante recordatorio del belga Tintin en el Congo. La máscara, en el contexto en el que la encontré, parecía considerarse digna de guardarse “con humor”. Sentí la urgencia de tomar esa máscara, ya fuera para destruirla o para entregarla como aporte al Museo de la Esclavitud de Liverpool, donde sabrían explicar con más contundencia que yo por qué esa caricaturización es, cuando menos, una desgracia. Hay temas que no son dignos de tratarse con paciencia.

Fuera de algunas interacciones penosas, deseé que mi visita hubiese sido más larga para conocer más de la ciudad. Desde el tren al aeropuerto me despedí de esa sensación de familiaridad. A medida que transcurría mi vuelo de regreso, los cielos azules pasaron a ser nubarrones grises hasta que la visibilidad a través de la ventana fue nula. Pero ahora los nubarrones, también, me eran sumamente familiares. Entre mis compatriotas se da el cuestionable hábito de aplaudir cuando el avión aterriza pero, como consuelo y perspectiva, cuando aterrizamos en Manchester, un grupo de blokes, posiblemente volviendo de una despedida de soltero abroad, también aplaudió. La sensación que me invadió cuando me bajé del avión me sorprendió un poco: la sensación, la certeza, de haber vuelto a casa.

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