De segunda mano

Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 12 de octubre de 2017.

Es un descuido mío el no recordar la primera vez que entré a una charity shop en Inglaterra. Puede que me cueste recordarlo porque ocurrió en los vertiginosos primeros días de mi llegada, en los que todo lo que uno hace, en calidad de extranjero recién llegado, califica como una primera vez. De alguna manera me enteré de que existían tiendas de segunda mano donde vendían prácticamente de todo y barato, para beneficiar distintas organizaciones de caridad. Por lo que quisiera recordar esa primera vez es simplemente por gratitud. Agradezco la existencia de estas tiendas.

En retrospectiva, puede ser que la primera charity shop que visité haya sido una de muebles, o una donde vendían el libro de 1956 “101 dálmatas”, en el cual se basó la película, y que hasta este día lamento no haber comprado. Pero digamos que fue la de muebles. No podía acceder a alojamientos de la universidad porque yo era estudiante pero los dos gatos que venían conmigo no, así que terminé alquilando una casa. La casa no estaba amoblada y alguien me sugirió una tienda en el centro de la ciudad. Mi nesting instinct estaba hiperactivado, estaba ansiosa por instalarme en un lugar que pudiera llamar hogar, y esa tienda me ayudó a hacerlo con rapidez. No podía creer que los muebles que había escogido tenían un precio tan bajo. No podía creer que fueran de segunda mano. En cosa de días dejé de dormir en la sala sobre un montón de cojines, teniendo en su lugar una cama decente en la cual sudar el jet lag sobrante.

Cuando estaba pagando los muebles que compré, noté todos los afiches y trípticos que adornaban la tienda, relativos a la investigación y tratamiento de dolencias cardiacas. “Espere, ¿estoy comprando toda clase de cosas a precios bajos *y* salvando vidas? Tome todo mi dinero. Y agregue otra mesita para poner en una esquina”. Me pareció una de las mejores ideas que había visto puestas en práctica en la vida, un estupendo aprovechamiento de recursos por una buena causa.

Resultó que la calle principal cerca de la casa que alquilé, ahora felizmente amueblada gracias a esa tienda del corazoncito, estaba salpicada de tiendas de segunda mano. A beneficio de la tercera edad, de la protección animal, del tratamiento de la esquizofrenia, de un hospital. Poco a poco fui entrando a ellas, y mi instinto de anidación volvía a activarse porque me urgían cosas para la cocina y para el baño, me urgía ropa de invierno, me urgían libros y vinilos. Después me faltaban libreras y un tocadiscos, y después más libros y discos para sacarles provecho.

Gracias a las tiendas de segunda mano, también, expandí mi guardarropa. No en cantidad sino en estilo. Comencé a vestirme diferente porque era barato experimentar. No importa que la ropa de las charities, y las tiendas mismas, vengan con un olor particular. En general, la ropa y su contribución a la apariencia de una persona son sumamente relevantes para mí. No es que yo tenga el mínimo conocimiento serio sobre moda; mi primer referente de cómo vestirme es una estrella de rock de quien se dice que se viste dentro del clóset con las luces apagadas. Ese fue mi primer estándar, y eran justamente estas vestimentas estrafalarias (sin llegar a leotardos negros con rayas blancas) las que le hablaban a mi alma. Sin embargo, mientras vivía en mi país, mi guardarropa consistía en camisetas, jeans y zapatos deportivos, como el de la mayoría de gente de mi edad.

En cualquier caso, a lo largo de mi adolescencia tardía y mi adultez emergente, encontré ciertas prendas y accesorios que le ponían un poco de sabor a mi imagen. Aunque no estaba en mí vestirme estrafalariamente como mi role model, claro que quería expresarme a través de mi apariencia. Por otra parte, siendo prudente, me decía a mí misma que, en mi entorno, lo mejor que uno podía hacer era no destacar. No se necesitaba mucho para que la gente, más precisamente hombres, se te quedaran viendo y te dijeran cosas. Hay personas que están malitas de su Teoría de la Mente y atribuyen rápidamente que uno se viste o se ve de cierta manera para llamar la atención. Ciertamente hay un componente comunicativo en la apariencia que uno proyecta, pero las más de las veces, esta responde a sentirse bien con uno mismo, a sentir orgullo e incluso paz con aristas de la identidad propia. Cualquiera que ha usado una camiseta de su equipo favorito o su banda favorita lo sabe, aunque no lo ponga en palabras. Pero esta deferencia se les concede más a cosas como esas que a, digamos, un vestido. Yo jamás usaba vestidos, entre otras cosas. Dirían que solo quería llamar la atención.

No más. Aquí, además de que era barato experimentar con distintos looks, podía hacerlo tranquilamente. Había salido levemente de mi zona de confort cuando me mudé de mi país natal a uno que tenía las cuatro estaciones, pero fue en esta isla donde por fin tuve vestidos y botas y ropa de verano que no solo usaba en la casa cuando nadie me veía. De repente me encontraba a mí misma adoptando estilos y prendas de vestir a las que en otras épocas de mi vida les habría aturrado la nariz. Actualmente, en mi círculo social, muchos de los cumplidos sobre mi apariencia los respondo con “gracias, lo compré en una charity”. Y en ocasiones cambio el “gracias” por un “lo sé”, porque sí, yo sé, me veo bien.

Algunos fines de semana, en lugar de hacer un pub crawl, hago un charity shop crawl, llegando al final de la calle principal cerca de mi casa y deshaciendo el camino a medida que entro en cada tienda. Sé que no soy la única con semejante pasatiempo porque en cada tienda a la que entro veo las mismas caras que vi en la tienda anterior. No puedo llenarme de cosas en casa, por salud mental y porque algún día tendré que irme de aquí y no quiero viajar con nada más que lo esencial (aunque me gustaría quedarme, estoy disponible para adopción). Hace un tiempo, tuve la buena fortuna de que un familiar mío viniera a pasar una temporada conmigo. Los meses que pasó aquí, trabajó como voluntario en dos tiendas de segunda mano, una de ellas era de puros libros. Él se convirtió en mi dealer, buscaba títulos que me interesaban y me los apartaba hasta que yo llegaba por ellos. Cuánta alegría se compra con un billete de diez libras.

Por supuesto que no todo lo que compro proviene de tiendas de segunda mano. Hay cosas que ameritan comprarse nuevas, por necesidad primaria o por halagarse a uno mismo (puede que solo hable por mí misma, pero esto último también cuenta como necesidad primaria). A medida que fui estabilizando mis finanzas, sobre todo cuando mis gatos consiguieron trabajo y por fin contribuyeron al hogar, pude combinar la austeridad con la abundancia, lo pre-loved con lo newly arrived. En todo esto debe haber una lección sobre capitalismo y posesiones materiales pero ahorita estoy bien sin ahondar en ella.

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