Tinta y tintes

Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 8 de febrero de 2018.

Mudarse a una ciudad desconocida, en un país desconocido, conlleva encontrar puntos de referencia para construir una nueva cotidianidad. Construirse un hueco propio en un lugar nuevo no es solamente firmar el contrato de alquiler, sino insertarse y ubicarse dentro de una comunidad. Hay que encontrar el supermercado más cercano, la farmacia más cercana, una tienda que venda cosas para el hogar, una veterinaria para los gatos. Siempre en el ámbito de lo (socialmente) esencial, se agrega un café, una pizzería, y, dado que el país que nos ocupa es Inglaterra, un pub y una charity shop.

Subir una empinada colina a pie, en mis primeros días en Inglaterra (colina que, dos años después, me parece casi una pradera), trajo como recompensa encontrar mi nuevo vecindario. Su calle principal tenía todo lo que mencioné en el párrafo anterior, a veces por duplicado o triplicado, y dos servicios más que son importantes en la vida de algunas personas: un salón de belleza y un estudio de tatuajes. He invertido muchas horas de mi vida en los dos tipos de establecimientos, entre las cuidadosas manos de las personas que trabajan en ellos.

Los salones de belleza y yo tenemos una historia larga y no tan complicada. Como nadie es inmune a la cultura en la que crece, vi de menos la feminidad por mucho tiempo, aun la propia cuando se asomaba. Los salones de belleza eran lugares hiperfemeninos, basados en cuidar la apariencia, donde se conversaba sin parar con otras cristianas, y se leían revistas de moda, celebridades y chismes; todos esos estereotipos que la sociedad se asegura de que aborrezcamos, a la vez que se beneficia de que existan. Yo tenía un salón de belleza de confianza al que iba a cortarme el pelo y a aplastármelo; lo segundo porque, además, crecí con la idea de que el pelo colocho –rizado, crespo–, tal como lo era el mío, era un inconveniente.

Con el tiempo, comprendí el refugio que significaba el salón de belleza. Era un espacio en la agenda, entre mi personalidad y mis responsabilidades, para reconocer que disfrutaba ocuparme de algunas cosas que catalogamos –a veces con desprecio– como femeninas.

Cuidarse a una misma y querer verse bien es pura vanidad, y la vanidad es mala. Sí, sí, hay imperativos sobre qué es belleza y qué es lo que se valora y qué no en términos de imagen, y alguien puede perder la cabeza tratando de encajar en ideales. Pero, en principio, no hay nada de malo en que la apariencia sea fuente de satisfacción personal, ni tiene por qué reñirse con ser “inteligente” (lo que sea que eso signifique). Yo podía llegar al salón y desconectarme del mundo, el mundo tan serio y grave y hostil, mientras me masajeaban la cabeza; semejante situación es envidiable, y recomendable ocasionalmente. Por otro lado, mis colochos se beneficiaron de la expansión de mi consciencia y los dejé ser.

A los estudios de tatuajes llegué mucho después, en mi adultez temprana. En contraste con el salón de belleza al que iba, que era el mito del eterno femenino personificado, el estudio me pareció un entorno masculino. Tómese este comentario como una descripción, no como una prescripción: la gente trabaja en cualquiera de estos dos oficios sin importar su género; es solo que, en mi entorno social de esa época, esos oficios parecían estar configurados de esa manera. Los tatuadores eran hombres, y la presencia de mujeres, en forma de fotografías en pósters y revistas, solía reducirse a su sexualidad; eran mujeres fuertes y rebeldes, sí, pero pieces of ass al fin y al cabo. Bajo este lente, los salones de belleza al menos ofrecían a las mujeres una cierta capacidad de agencia (dentro de los “estándares de belleza impuestos” también puede haber experimentación) que rara vez podría ejercerse fuera de ellos. En cualquier caso, haciendo a un lado el sexismo ambivalente que de todos modos encontraba fuera del estudio, me sentí muy a gusto dentro de él.

Además, había un aire de otredad en el estudio, porque tatuarse y perforarse no suele ser propio de “gente decente”. Creo que ahora es menos que hace algunos años, pero los tatuajes, en mi país, históricamente se han asociado con las pandillas. En mis primeros meses en Chile, cuando una persona supo que yo era de El Salvador, me preguntó por las maras, tomó mi brazo y lo estiró hacia sí, haciendo el ademán de subirme la manga para “inspeccionar mis tatuajes”. Lo hizo “en joda” para demostrarme que sabía cosas sobre mi país. Por favor, no hagan eso. Nunca.

Años antes de ese episodio me había hecho mi primer tatuaje, porque la asociación que mencioné es una relación espuria. Esto no significa que me hice el tatuaje a la ligera. Me aseguré de lo que quería, me informé sobre riesgos y cuidados, y fui con un tatuador altamente recomendado que estuvo a la altura de mis expectativas. La experiencia fue maravillosa, la sensación del cuchillo miniatura abriéndose paso entre la piel fue pasajera. Un año después, regresé por el segundo tatuaje. Encontré gente horrorizada por lo que yo le hacía a mi propio cuerpo, y encontré gente que me apoyó porque, pues, era mi cuerpo. Sobre todo siendo mujer, el cuerpo es de lo primero que toca defender ante otras personas y ante ciertas ideas curiosas que se les ocurren al respecto.

Mi vecindario en Reino Unido tenía salones de belleza y estudios de tatuajes, pero me llevó un tiempo juntar la confianza, el coraje y el dinero para acercarme a ellos. Mientras tanto, decidí que era hora de entintarme el pelo como la piel, porque aquí nadie se escandalizaba por estas cosas. De repente me casé con un estilista y el color rojo comenzó a trepar por mi pelo, después el color azul, y luego rojo otra vez. Eventualmente visité un par de salones en mi vecindario para hacerme retoques (la habilidad de mi estilista fue reconocida por profesionales, así que mi licencia de matrimonio sigue vigente), y el amor propio se me hinchaba al escuchar a las estilistas elogiar mis colochos. Son bonitos, qué se le va a hacer.

Más recientemente, me acerqué al estudio de tatuajes de la esquina por mi casa. Me asignaron un tatuador respetuoso y buena onda (¿no lo son todos?) que, el día de mi cita, puso buena música e hizo un buen trabajo. Tengo pendiente volver al estudio para hacerme otro tatuaje, pero también para contarle al tatuador que le mostré el tatuaje que él me hizo a quien aparece en el tatuaje. Fue de mis experiencias más extrañas.

Es curioso que se crea que pintarse el pelo o la piel es porque uno no se acepta a sí mismo como es, o para llamar la atención con estridencia. Lo bonito de entintarse así es explorar la estética pero también la funcionalidad del cuerpo, y ojalá nadie hiciera alboroto por eso. Se busca llamar la atención con esto tanto como se busca al vestir la camisa del equipo o artista favorito. Antes que todo, se siente bien. Se siente bien comunicar fragmentos de aquello que es importante para nosotros.

Tinta y tintes
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